lunes, 8 de abril de 2013

Una historia que empieza

Sofía subió como cada día al autobús, deprisa, intentando no estorbar al resto de viajeros, mirando donde pisaba, intentando conservar el equilibrio y buscando un asiento para no ir todo el trayecto en pie. 

Como cada nuevo día, se prometía que este iba a ser el último que cogiese el bus, a partir de entonces se levantaría primero e iría caminando, menos cuando lloviese, o fuese muy cargada, o hiciese mucho frío o mucho calor. 

Por lo menos, ese día, había conseguido reducir los bultos que llevaba a dos: bolso y mochila. En el bolso iba lo personal: cartera, móvil, llaves, agenda, y demás cosas que se suelen encontrar en cualquier bolso, más todo lo necesario para ir a clase al salir de trabajar (apuntes, bolígrafos, libros). En la mochila iba todo el trabajo que había tenido que llevarse el fin de semana a casa para poder salir de la oficina antes de que el guarda de seguridad cerrase el edificio, y ello incluía un portátil, el archivador con los informes del último mes y facturas correspondientes y la agenda del trabajo. 

En el momento en que pasaba revista mental a lo que llevaba encima, decidió que había sido una buena idea dejar en casa la bolsa del gimnasio porque lo más seguro era que no le diese tiempo a ir.

El trayecto ese día resultó más largo de lo habitual, unos 10 minutos más para ser exactos, que supondrían un sprint para poder coger los cafés antes de entrar en la oficina a tiempo para la reunión. Esa semana empezaba su turno de desayuno: recoger el café de Susana, Raquel y Alex antes de llegar además del suyo y unos bollos o pastas para acompañarlos.

Por un momento pareció que no le iba a dar tiempo a todo, pero el conductor decidió abrir las puertas unos metros antes de la parada, justo delante de la puerta de la cafetería y a partir de ahí casi no hizo falta que corriera por la calle.

Una vez que entró en la oficina y se instaló con todo su cargamento en la sala de reuniones empezaron a llegar todos los convocados, la mayor parte con la misma cara de cansada que debía de tener ella, después de haber reducido el descanso del fin de semana a unas cuantas horas sueltas en las que se encajaba como se podía la vida social y familiar.

Consiguieron terminar para la hora de comer y así poder relajarse y revisar las notas antes de empezar a preparar sus respectivos proyectos. Para ir a comer fuera, no quedaba tiempo, así que Sofía tubo que contentarse con un bocadillo de la máquina expendedora mientras revisaba las notas y se ponía a perfilar su propuesta: tal vez algo enfocado a las manualidades, tan de moda en este momento, o algo más conservador como los idiomas, tendría que darle un par de vueltas más.

Mientras pensaba, anotaba, revisaba, tachaba y volvía a redactar, pasó la tarde y con ella la hora de llegar a clase a tiempo, bueno, solo se retrasaría 15 minutos si salía ya, así que se preparó para iniciar la carrera de la tarde cogiendo lo imprescindible: el bolso que pesaba un quintal y del que seguro que no necesitaría la mitad de lo que llevaba dentro.

Con todo su ajetreo habitual y con el estrés que solo un buen lunes de trabajo puede aportar, llegó a su clase en el momento en que la profesora pasaba revista para ver quien se había escaqueado (por una vez, la clase había empezado con retraso) y no hubo necesidad de pedir ninguna clase de apunte a ningún compañero.

Cuando salió de allí, eran las nueve y media de la noche y solo conseguía pensar en su querida cama con su igualmente querida almohada, estaba como para ir al gimnasio, jaja, ya iría mañana. 



Este es un principio, veremos cuando seguiré con los días de Sofía.

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